Bajo la atenta mirada de las Chovas
El cansancio empieza a notarse, y junto a la inclinación, cada vez mayor, hacen que mi ritmo, no demasiado garboso ya de natural, se haga aún más lento y cansino.
Las prisas por encontrar aparcamiento, el atasco a las 8 de la mañana en plena carretera de montaña, la muchedumbre ansiosa de nieve y emociones fuertes han quedado atrás, como si no existieran.
La masificación y el "completo" en el aparcamiento de Cotos nos ha obligado a comenzar a caminar más abajo de lo normal, y sabemos que esos 200 metros de desnivel extras nos pasarán factura, pero bueno, así “dignificamos” la montaña -decimos medio en broma, medio en serio-. Además esto nos ha permitido volver a visitar un maravilloso rincón, el pequeño circo glaciar con nombre propio, en cuyo fondo se asienta un tremedal de dudosa legalidad, rodeado y guardado por una legión de pinos que se yerguen sobre el abrazo de las antiguas morrenas.
Un paso detrás de otro - Que calor, por dios, y eso que estamos a comienzos de febrero – pie derecho, piolet, pié izquiero, bastón, pié derecho, piolet… y así una y otra vez, acompañando al ritmo mecánico, que me ayuda a abstraerme del esfuerzo, de los gemelos cargados y de la altura que se abre a mis pies, cada vez más respetable.
Parada para hacer un giro en la pendiente; menos mal que Jose Manuel va en cabeza y abriendo huella. No sabe como se lo agradezco. Saco la Dragonera de la muñeca, cambio el piolet de mano, y continuamos con el mantra, la misma retahila con alguna leve variación; pié izquierdo, piolet, pié derecho, bastón…
Las gotas de sudor se escurren por debajo del casco hacia la barba, joder, como se hace de rogar la puñetera canal… Y pensar que Jose solo sacó los hierros en esta última parte.
Debajo de la nieve hay una capa de hielo viejo, pero realmente el paso es seguro, gracias al calor de la pasada semana, que ha hecho transformar la nieve de la última nevada.
Pero bueno, ya nos conocemos, y yo prefiero ir armado de más, que echar en falta la herramienta cuando es demasiado tarde. Creo que también me sirve de apoyo psicológico, me hace sentir más seguro ante algún imprevisto. Cuestión de coco. En cambio, Jose, “amigo mío”, ha subido con la simple ayuda de los bastones hasta hace pocos minutos.
“Un poquito de escalada mixta, Fernando” –Bromea Jose– Miro hacia arriba y veo que se trata de varios bloques de roca, en realidad cuatro pedruscos tumbados, en la salida del corredor, pero conociéndome ya veremos si no me dan guerra. Me olvido de ellos y sigo para arriba, concentrado tan solo en el siguiente movimiento. Ya veremos cuando llegue el momento.
Casi está hecho, se que terminada la canal no hay ninguna otra dificultad, así que hago un último esfuerzo. La pendiente se acentúa en este tramo y cambio la posición del piolet, clavando la hoja como si se tratara de un puñal. El bastón ahora no sirve de gran ayuda y lo llevo colgando de la otra muñeca, mientras me ayudo a equilibrarme con la mano.
Ya estoy en las rocas. Realmente ninguna dificultad, pero por si acaso me agarro con fuerza a los salientes de la pared de la izquierda mientras busco la mejor forma de apoyar la punta de los crampones en los bloques de gneis. Debo parecer un pato borracho haciendo equilibrios de puntillas, pienso…
Y por fin, se acabó. Una suave pendiente de nieve y Jose esperándome, sonriendo, sentado sobre una roca que sobresale solitaria sobre el manto blanco. La verdad es que he disfrutado y he pasado la tensión justa, sin pasarse. Y es que cada vez tengo más claro que esto tiene un puntito de sadomasoquismo.
Unos frutos secos, un trago de agua y para la cumbre.
Jose tira por la derecha, buscando asomarse a los cortados que dan vista a la Hoya de Pepe Hernando. En cambio yo prefiero buscar el camino más cómodo, por la homogénea pendiente de nieve de la izquierda.
Poco a poco me voy alzando sobre la loma. Cada vez veo más cerca la riada de gente que sube por la ruta normal hacia la cumbre, pero de momento sigo solo.
Me paro a observar la cornisa de nieve que ha formado el viento, como si fuese una ola congelada sobre el recuenco glaciar, y de repente escucho un aletear de alas. Dos cuervos, negros, de gran tamaño se persiguen mutuamente en algún tipo de ritual. Hacen verdaderas acrobacias en el aire; giran sobre si mismos mientras graznan y de repente se lanzan en picado, el uno tras el otro, con un silbido que rompe el aire como si fuera una cuchilla. Repiten su danza dos o tres veces y se marchan, devolviéndome al silencio.
Me emociono. He estado en la cumbre de Peñalara cientos de veces, antes de esta, pero aún así, no puedo evitarlo y un nudo me cierra la boca del estómago. Ahí está Lug dándome la bienvenida, gritando en cada graznido su enhorabuena, no por la proeza que no es tal, sino porque una vez más, estoy ahí, como un campeón en su intimidad, un campeón en su insignificancia y en su relación personal, intransferible e indescriptible con el viento y con el sol, con la roca y con la nieve.
Doy los últimos pasos hasta situarme en el punto más alto. De repente me encuentro rodeado de gente. Risas juveniles, recios montañeros, alpinistas de salón con chaqueta de a cuatrocientos napos, domingueros despistados, novias cansadas, engañadas y cabreadas, excursionistas ilusionados por su primera cumbre, adolescentes de algún colegio o grupo Scout...
… Y todos nosotros, absolutamente todos -solo falta ser consciente de ello-, bajo la mirada, la atenta mirada, de las chovas.
Esta noche, cuando llegue a casa volveré a hojear a Samivel.
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Mon -