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HERMANO MERO & HERMANA CABRA

EL REY QUE FALTABA A SU PALABRA

EL REY QUE FALTABA A SU PALABRA

Quiero contaros un cuento que os habrán contado mil veces, porque es viejo como la historia de los hombres. En él aparecen héroes que, en ocasiones, actúan como villanos, villanos capaces de sacrificarse por amores prohibidos, amores que se convierten en odios  y víctimas  de esos odios, que a veces, y solo a veces, entierran su dolor y sueñan, y dan a luz nuevas esperanzas. Es un cuento en el que no hay buenos ni malos, y que comienza, hace mucho, mucho tiempo, en las lejanas costas de Asia.

Allí, muy cerca de donde se funden las oscuras aguas del Bósforo con el azul turquesa del Egeo, en la costa de la Troade, el rey Laomedonte gobernaba sobre una rica y prospera ciudad.

Sin embargo, algo preocupaba a Laomedonte hasta tal punto de robarle el sueño y ninguna que sus riquezas era capaz de aliviar ese temor. Los oráculos habían vaticinado que su ciudad sería pasto de las llamas, los templos arrasados hasta sus cimientos, sus hombres pasados a cuchillo, los ancianos asesinados y las mujeres y los niños convertidos en esclavos. Los oráculos decían que nada quedaría de Troya, salvo el recuerdo de su grandeza.

Por esa razón el rey había reunido a sabios y arquitectos de las más lejanas partes del mundo;  desde Sicilia hasta el Ponto, desde Egipto hasta Tracia, pero ninguno había sido capaz de lograr lo que deseaba Laomedonte: Unas murallas tan sólidas que ningún hombre pudiera derribarlas.

Uno tras otro, los distintos proyectos de los mejores constructores de su tiempo eran descartados o se mostraban irrealizables, por lo que la desesperación del rey de Troya iba en aumento… Hasta que finalmente, un día aparecieron en palacio dos viajeros desconocidos por todos, que se ofrecieron a construir unas murallas como el mundo no había conocido antes.

Todos les  tomaron por locos, o por farsantes, sin embargo, Laomedonte pensó que nada tenía que perder. Si los desconocidos terminaban en el plazo convenido las murallas, serían recompensados con la mitad de las riquezas del rey, si no lo conseguían, nada recibirían a cambio y tendrían que irse por donde vinieron.

Las obras comenzaron, y en la mitad del tiempo del estipulado estuvieron acabadas. Los habitantes de Troya se maravillaron, pues aquella obra no parecía al alcance de los hombres, tan altos y gruesos eran los muros que debían proteger la ciudad de su destino.

Sin embargo, el hombre tiene mala memoria para las preocupaciones pasadas, y tan pronto como Laomedonte se sintió a salvo tras los impenetrables muros, olvidó su promesa y comenzó a dar excusas para no pagar su deuda. Cuando las demandas de los desconocidos por recibir lo que en justicia era suyo se hicieron excesivamente molestas, el rey, enfurecido los hizo expulsar de la ciudad, amenazándoles con cortarles la nariz si volvías a aparecer por allí.

En ese momento, Poseidón, dios del mar, y de los caballos, y Apolo, dios del sol, pues no era otros sino ellos ambos desconocidos, se deshicieron de su apariencia mortal y mostrándose en todo su divino esplendor dirigieron su ira contra la ciudad que tan mal los había tratado.

Apolo envió una peste que diezmó a sus habitantes, mientras que Poseidón, con el tridente que Hefesto forjara para él, golpeó enfurecido la tierra. En el mismo instante el suelo tembló y las aguas comenzaron a inundar las tierras de Troya.

Laomedonte observaba desde su palacio como su reino desaparecía bajo las aguas y como los habitantes de la ciudad lloraban y se afanaban buscando refugio en lo más alto de los tejados de sus casas. Entonces pidió clemencia al dios al que poco antes había mentido.

Poseidón le escuchó, pero como condición para que las aguas volvieran a sus límites naturales exigió el sacrificio de Hesíone, la hija mejor de Laomedonte, que debería ser abandonada en la playa para que un monstruo marino la devorara.

 Heracles, Hesíone y el Monstruo marino

El rey lloraba, negándose a aceptar el acuerdo, pero la propia Hesíone, argumentando que entregando su vida salvaría la de su  padre, sus hermanos y la de todos los habitantes de la ciudad, exigió ser entregada al dios, como este había pedido.

Laomedonte aceptó compungido y las aguas descendieron inmediatamente, tas lo cual, la princesa fue atada a una roca y abandonada a la espera de una terrible muerte.

Sin embargo, la suerte o el destino quisieron que pasara por Troya el hombre más valeroso de entre los nacidos de mujer, aquel cuya fuerza era más propia de un dios que de un inmortal: Heracles.

Heracles se ofreció ante el desesperado Laomedonte para salvar a su amada hija, a cambio de los caballos sagrados que el mismísimo Zeus había entregado a Laomedonte a cambio de su hijo Ganímedes.

Laomedonte acepto el trato y Heracles marchó velozmente hacia la playa, donde llegó justo en el momento en el que un terrible monstruo emergía de las aguas dispuesto a devorar a Hesíone.

El héroe se lanzó sobre la bestia, protegido por la gruesa piel del león de Nemea que era fuerte e impenetrable como la mejor de las armaduras. El combate duró horas, pero finalmente, el monstruo murió exhausto, incapaz de vencer a su oponente, que regresó triunfal a la ciudad, acompañado de Hesíone.

Aquella noche todo fueron celebraciones en el Palacio de Troya; un gran banquete se celebró en honor al heroico hijo de Zeus, el vino se diluyó en agua y se escanció entre los asistentes, que pudieron disfrutar de la música y las danzas de los muchachos y muchachas más bellos de Asia.

Pero una vez más el rey faltó a su palabra, y cuando Heracles, en mitad de la fiesta le recordó cual era el precio de su hazaña, ordenó sigilosamente a uno de sus sirvientes que escondiera los caballos en lo más profundo de las montañas, lejos de Troya y que los sustituyera por otros mortales.

Al día siguiente el héroe se presentó antes Laomedonte reclamando el precio estipulado, y el rey le presentó los falsos caballos sagrados, pero el engaño no surtió efecto y Heracles, dándose cuenta del ardid abandonó enfurecido la ciudad jurando venganza.

Laomedonte y su familia vivieron tranquilos durante un año completo, trascurrido el cual Heracles regresó acompañado de Telamón, rey de Salamina, poniendo cerco a la ciudad con un numeroso ejercito.

Las murallas de Troya eran inexpugnables, pero no así sus puertas, por lo que Heracles, armado con un olivo que utilizó a modo de ariete las derribó entrando en la ciudad y provocando una gran matanza. A continuación se dirigió al palacio de Laomedonte, asesinándole, junto a sus hijos.

Hesíone en cambio fue entregada a Telamón como trofeo de guerra, pero ante su belleza el rey de Salamina cayó rendido, tomándola como esposa y ofreciéndola cualquier cosa que estuviera en su mano como regalo de bodas.

La desventurada princesa, con lágrimas en los ojos, se arrojó a los pies de su marido y abrazándole las rodillas le pidió la libertad de su hermano menor, Priamo.

...Y así fue como Príamo, único varón con vida de entre los descendientes de Laomedonte, al serle concedida la libertad,  llegó a convertirse en rey de Troya.

Texto: Hermano Mero

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